Decide
dejar el enorme tríptico para el final de su visita al museo. Quizá para
entonces la sala se haya liberado un poco y sea posible disfrutar de la tabla
sin tener que esperar turno. Por mucho que lo intente, no consigue concentrarse
en las obras con alguien que le resopla impaciente en la oreja. Resulta
asombroso observar cómo la gente se agolpa frente a esa pintura, que parece ser
la que suscita más interés y despierta mayor admiración de todo el Prado. Y eso
que el museo está lleno de grandes cuadros.
En
efecto, ahora hay menos visitantes ante la obra y puede observarla
detenidamente. Lo primero que le llama la atención es su gran tamaño, mucho
mayor de lo que imaginaba al ver sus fotos en los libros de arte. Ante el
original consigue advertir detalles en los que nunca había reparado. Siempre ha
tenido una visión general del cuadro bastante vaga, pero ahora es muy distinto.
A tan corta distancia del tríptico, absorben su atención las marañas de cuerpos
delgados y palidísimos que se entrelazan y contorsionan, los rostros ora inexpresivos
ora desfigurados por el sufrimiento y el miedo... El blanco cerúleo de sus
pieles le atormenta. Intentando huir de esa visión de muerte, paradójicamente,
se obstina en apartar la vista del Jardín de las Delicias y concentrarse en la
tabla del infierno, donde al menos predominan los colores oscuros.
Sólo entonces se percata de lo depravado de las torturas
que allí aplican los demonios sobre los pobres pecadores. Decenas de minúsculas
escenas aberrantes que lo llenan todo. Podría dejar de mirar. Debería dejar de
mirar… Pero el cuadro ejerce una morbosa atracción sobre él. Mareado, se dice
que quizá sea posible escapar hacia el fondo, que a primera vista parece libre
de personajes. Sin embargo, al centrar su atención en esta zona de la tabla,
advierte que los campos están sembrados de diminutos cadáveres amontonados.
Muchos, aparentemente carbonizados. Esa claridad tenue e irreal procede del
incendio que corroe la ciudad. Ésta arde por dentro, y la
fantasmagórica luz que escapa por las ventanas de sus edificios ilumina la
noche como un macabro faro. Puede sentir el calor que desprende la tabla.
Con
horror, se percata de que entre los edificios en llamas hay un molino. Un
molino hacia el que se dirige un ejército armado y amenazante. En las
inmediaciones, los demonios obligan a unas pobres almas indefensas a bajar
hasta un pozo del que salen lenguas de fuego, un horno incandescente en el que
desaparecerán para siempre.
–Fascinante,
¿verdad? –dice el joven que tiene a su lado.
–Sobrecogedor
–murmura el anciano casi sin aliento. Nunca había visto una representación tan
realística del infierno.
–Sí.
El Bosco tiene una fuerza expresiva de la que el resto de pintores flamencos
carecen.
–Yo
también estuve allí.
–¿En
Holanda? Hermoso país. Muchos compañeros míos de la Universidad han
viajado hasta Ámsterdam por motivos… lúdicos, y todos aseguran que es una
ciudad sorprendente…
–En
el infierno. Yo también estuve en el infierno –interrumpe el viejo con voz
monótona y mirada perdida, como si estuviese muy lejos de esa sala.
A
pesar de todo, sigue siendo un hombre extremadamente afable y adora la compañía
de los jóvenes, de modo que acepta la amable invitación del desconocido. Se ha
empeñado en llevarle a un restaurante fuera del museo, donde los precios son
desorbitados. Y él está ahora tan turbado que, en efecto, no le importa dar por
concluida la visita al Prado.
–¿Ha
conseguido ver el museo entero?
–Sí.
Aunque tendré que volver. No he podido disfrutar demasiado de cada obra.
–Su
generación es asombrosa. Si yo lo recorriese todo en un solo día, acabaría
arrastrándome por el suelo. Y eso seguramente causaría muy mala impresión a los
turistas, quienes más parecen disfrutar de él. ¿Usted no se siente cansado?
–Bastante
–contesta con una inquietante sonrisa en los labios.
–Verá,
no desearía ser indiscreto; pero pretendo escribir una tesis sobre ese cuadro
y… desearía hacerle algunas preguntas al respecto.
–Se
equivoca usted, joven. No soy especialista en arte sino periodista jubilado.
–Usted
ve en ese cuadro algo que yo no puedo ver, ¿verdad? –indaga fingiendo no haber
oído su respuesta.
–Es
usted tan amable, tan fresco, tan… joven que creo deberle la verdad. Sí, yo veo
en esa tabla cosas que usted, afortunadamente, no puede ver. Sin embargo, lo
que yo veo difícilmente le puede ser útil para su tesis. No obstante, si de
verdad quiere escucharlo, estoy dispuesto a contárselo.
En
Lublin sentía que me secaba. Tenía la sensación de que mi trabajo como
periodista me robaba la inspiración. A menudo, tras haber redactado prosaicos
artículos sobre temas que no me interesaban en absoluto, advertía que ya no me quedaban
ganas de escribir mis propias obras. Tenía la dolorosa sospecha de que el
periodista que era estaba asesinando poco a poco al escritor en el que estaba
convencido que podía convertirme. Tenía muchas cosas que contar y compartir,
pero no conseguía que cobrasen forma definitiva. Y eso me frustraba
terriblemente.
Un
día decidí que había llegado el momento de hacer algo al respecto y, tras
consultar con mi esposa, tomé una decisión drástica. Ella era una mujer
maravillosa que siempre me apoyaba en todo. Me ayudó a encontrar el valor
suficiente para cambiar totalmente de vida. Cuando en el periódico se enteraron
de que me despedía para trasladarme a las afueras y que mi intención era
convertirme en molinero, me tomaron por loco. Y la verdad es que no puedo
reprochárselo.
En
Polonia hay hermosos molinos antiguos. A Rachel, mi esposa, le habría gustado
tener un molino de agua para vivir al lado de un río, pero yo me empeñé en que
comprásemos un molino de viento. Para mí no era un capricho y mucho menos, un detalle
baladí. Lo consideraba un acto simbólico: finalmente me enfrentaría a mis
monstruos como Don Quijote. Pero además esperaba que se convirtiese en un
pretexto para cultivar mi espíritu, para rebuscar en mi interior el ruah, el viento que Yahweh insufló en
Adán y gracias al cual éste adquirió alma y dejó de ser un simple pedazo de
arcilla.
Si
bien soy creyente y practicante, no me he considerado nunca un hombre
especialmente devoto. Mis anhelos eran algo más, algo que iba mucho más allá de
lo puramente religioso. Necesitaba encontrarme a mí mismo, y estaba convencido
de que una vida sencilla podía ayudarme a ello.
Pese a nuestra torpeza inicial en el uso del molino,
nuestros nuevos vecinos nos acogieron con entusiasmo e infinita paciencia.
Rachel se encargaba de un pequeño huerto y algunos animales para uso doméstico.
El trabajo cotidiano nos permitía satisfacer nuestras pocas necesidades
materiales. Éramos muy felices. Finalmente conseguía escribir y sentirme
orgulloso de lo que escribía.
Pero
un día toda esa felicidad desapareció para siempre.
–Lo
siento. Un incendio, supongo ―interrumpe el joven, que hasta ese momento ha
mantenido un respetuoso silencio–. Ese tipo de accidentes no son tan raros en
los molinos, dada la facilidad con la que arden los sacos de grano que en ellos
se acumulan.
–No,
no fue un incendio. El molino sigue en pie aún hoy, aunque ya no es mío. Nos
fue confiscado hace mucho tiempo. Ahora, afortunadamente, se ha convertido en
parte de un museo etnográfico al aire libre.
–Y
entonces, ¿qué paso? –indaga impaciente.
–Pasó
el Nazismo, muchacho.
El
anciano mira los ojos del joven desconocido y se decide a contar finalmente el
resto de su historia. No se advierte rencor en sus palabras, sino sólo
melancolía. Un tibio sentimiento que contrasta con las atrocidades que se
dispone a narrar. Habla despacio, con una calma casi irreal. Como si estuviese
contando la historia de otro o, más bien, el argumento de una novela. Sólo se
le quiebra la voz cuando menciona a su esposa. El joven sospecha que es precisamente
ése el motivo por el que apenas habla de ella. Hace mucho tiempo decidió no
permitir que controlasen sus emociones, y ni siquiera quitándole lo que más
quería han logrado quebrantar su decisión.
El
Tercer Reich invadió Polonia. Sus tropas entraron en Lublin el 18 de septiembre
de 1939, e inmediatamente empezaron a imponer medidas raciales. Los
intelectuales fueron los primeros eliminados. A los que presuntamente éramos
trabajadores manuales se nos imponían trabajos forzados. Sin embargo no les
bastaba con que trabajásemos para ellos. Un día, en 1941, un grupo de soldados
vino a por nosotros. Nos enviaron al ghetto de Lublin. Volvíamos a la vida de
la ciudad, ésa de la que habíamos huido para encontrarnos a nosotros mismos;
pero ahora en peores condiciones que nunca. Aunque parece que en los ghettos de
Varsovia y Lodz se estaba mucho peor aún. Me concedieron un permiso de trabajo
para una de sus fábricas, y gracias al mercado negro no pasamos demasiadas
penurias. En 1942 nos trasladaron al nuevo ghetto de Majdan Tatarski, en los
suburbios de Lublin. En noviembre de ese año nos deportaron al campo de
Madjanek, nuestro destino final.
La
vida allí era extremadamente dura. Yo logré soportarla. Rachel no.
Los
hornos crematorios no conseguían consumir del todo los cuerpos de las víctimas
extraídas de las tres cámaras de gas del campo. Era frecuente que algunos
huesos resistiesen al fuego, y entonces había que reducirlos a polvo de otra
forma. Probablemente lo que quedaba de mi pobre Rachel acabó en el molino de
huesos. Aquel era totalmente distinto del que nos había dado la felicidad por
un breve espacio de tiempo. Se trataba de una pequeña máquina de frío metal,
fácil de transportar. Funcionaba con sucio gasóleo, no con viento puro como el
que se había convertido en nuestro hogar. El nuestro había sido un molino de
vida, mientras que éste era un mecanismo de muerte. Aunque, paradójicamente,
las cenizas de hombres, mujeres, niños y acianos se vendían como fertilizante,
por el fosfato de los huesos.
Si
dejabas de ser útil como mano de obra, pasabas a serlo como materia prima. Las
pobres ropas y calzado de las víctimas, las gafas e incluso sus prótesis se
aprovechaban. Arrancaban las piezas dentales de oro y las mandaban a Berlín
para que fuesen fundidas. El cabello también se vendía a las industrias
textiles. Dicen que incluso la grasa de algunos cuerpos era usada para fabricar
jabón.
El
sistema era como un gran aparato digestivo capaz de nutrirse de casi todo. No
le hacía ascos a nada. Todo era reabsorbido y reutilizado. Casi nada terminaba
excretado.
Fuimos
pocos los que sobrevivimos a la masacre del 3 de noviembre de 1943. Decidieron
cerrar el campo y mandaron una unidad especial de SS para fusilar a los que aún
vivíamos. Lo llamaron “Festival de la cosecha”. Los disparos casi lograban
acallar la música de Wagner que los altavoces difundían a todo volumen.
Afortunadamente estábamos demasiado cerca de Ucrania y no les dio tiempo a
llevar a término sus planes.
Mientras
pinta uno de los múltiples alambiques que ha introducido en su obra, recuerda
sus primeros escarceos con la alquimia.
Él
había buscado insistentemente la piedra filosofal, sí; pero no era la riqueza
lo que perseguía. A pesar de su desahogada posición económica, la avaricia –ese
mal tan extendido en su rica sociedad de burgueses comerciantes– le repugnaba.
En su cuadro, los culpables de tal pecado iban a parar al fondo de un pozo
lleno de oro defecado por otros como ellos. Tampoco le interesaba la vida
eterna. Había visto ya demasiado de la naturaleza humana como para estar seguro
de ello. Se había acercado a la alquimia en busca de la Verdad, del conocimiento de
sí mismo, de ese tesoro encerrado en los huevos, moluscos y esferas que había
representado en el tríptico. Y tras mucho esfuerzo, había alcanzado su
propósito. Pero eso, ineludiblemente, le había hecho descubrir también la
verdadera naturaleza del hombre. La búsqueda del conocimiento se convirtió en
un viaje a los más insondables abismos de la locura humana, y le condujo
derecho al infierno en vida. Habría debido imaginarlo.
Observa
su representación del infierno y su propia imagen le atrapa. Mira esa figura
grotesca en la que se ha convertido a sí mismo y se pregunta si alguien algún
día conseguirá comprender el profundo padecimiento que se esconde tras esa
obra. Se dice que es imposible.
Se
ve convertido en ese huevo místico que todo lo envuelve, en ese atanor
alquímico que da la vida a la piedra filosofal y concede la gnosis, ese conocimiento
que le ha permitido contactar con su alma, con el viento que el Señor insufló
en el hombre por la nariz y con el que el hombre infla la gaita con la que ha
coronado su grotesco sombrero. Pero es un huevo caduco –casi podrido– sostenido
por quebradizas piernas, resecos y carcomidos troncos huecos que se mantienen
en precario equilibrio sobre inestables barcas –ésas con las que ha efectuado
su malogrado viaje hacia la comprensión de su naturaleza–. Es un cráneo animal tan blanqueado como los sepulcros
de los hipócritas y fariseos de los que hablaba Mateo. El conocimiento
que soporta se ha convertido en una carga demasiado pesada, que quiebra la fina
capa de hielo que aún le sostiene y que amenaza con hundirle para siempre en la
oscuridad de un lago helado sobre el que otros pobres estultos patinan despreocupadamente.
El pálido rostro que ahora mira, su rostro, es el de la muerte.
Como
siempre, observa fascinado el fondo de la tabla. Rememora el enorme incendio en
su ciudad natal –quién sabe si fortuito o provocado–, la creciente intolerancia
y los disturbios, la facilidad con la que un hombre puede ser tachado de
hereje, las torturas en las plazas públicas, la violencia y el odio que se
extienden por su patria disfrazados de defensores de ideales presuntamente
nobles, la fragilidad de la vida humana… Y sospecha con una infinita tristeza
que la Historia
es como ese molino en llamas de su infierno, que gira y gira sin parar. Que sus
acontecimientos vuelven para atormentarnos cíclicamente, como regresan esas
aspas a su posición original arrastradas por el impredecible viento. Y que ese
lento pero ineludible rotar habrá de perseguirnos hasta el final de los
tiempos.
(Salomé
Guadalupe Ingelmo. Primer accésit del VI Premio “Briareo” de cuentos organizada
por la Asociación
de Amigos de los Molinos de Mota del Cuervo, y publicado en la antología
de textos finalistas de dicho certamen, Mota del
Cuervo, Cuenca, España, 2008, p. 29-41. Posteriormente dio título a la primera
antología de cuentos personal de la autora: Salomé Guadalupe Ingelmo, La imperfección del
círculo
(Antología de trece relatos de la autora), Libros de las Gaviotas, Ediciones
COMOARTES, Madrid/México D. F. 2012)
Salomé Guadalupe Ingelmo: link a mi site https://sites.google.com/site/salomeguadalupeingelmo/